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30 de julio de 2015

Crónicas Rumanas (y VI): De repente un día o el éxtasis místico



Te levantas y haces lo que cada mañana vienes realizando de forma automática. Sales y te dedicas a las tareas que el día te tiene preparadas. Llamadas telefónicas, atender el correo, algún guasap simpático y otro molesto, trabajo, comida, quizá una siesta, más trabajo, un paseo… y de repente te das cuenta de que ya no lloras, no te martirizas, no te cuestionas nada porque ya sabes la respuesta y, aunque esta no te agrade, te has alejado del conflicto que otros mantienen con ellos mismos.


De repente un día eres capaz de tomarte la vida como un helado de tutti-frutti en el que se amalgaman trocitos de distintas frutas y no rechazas ninguna, pues la esencia de la golosina es esa, la mezcla.

De repente un día eres capaz de fluir como lo hace un río, hasta desembocar en el mar y comprender que no eres tan solo una ola, sino el océano mismo.

De repente un día te das cuenta de que nunca has apagado la luz de tu casa ni del camino que conduce a tu morada y que seguirá así porque no has dejado de ser tú mismo, solo que ahora eres consciente y estás abierto a todo sin esperar nada.


De repente un día se disipa la niebla.


NOTA: La fotografía del carro de helados está tomada en Sighisoara y la de la casa, en Brasov.







6 de abril de 2015

Esto no es lo que parece… ¿o sí?






Llevo tiempo advirtiendo lo orgullosa que se siente la gente por cualquier cosa y cómo puede llegar a jactarse de ser, estar o aparentar hasta lo más ridículo. Aparte de pronunciar ese término por doquier, la etiqueta #Orgullos@ se ha vuelto una plaga en redes sociales y, créanme, en determinados contextos a veces me suscita alguna sonora carcajada. Como estamos en año electoral, ahora les toca a los políticos y, miren por dónde, parece que se han apuntado a la moda. Pertenecer a un partido conlleva que te gusta su ideario, estás más o menos contento con las decisiones de tus superiores y sueñas con que tu formación arrase. Todo esto se da por sentado, es lo normal y no es necesario hincharse diciendo que uno está orgulloso de apoyar a su líder, de confeccionar la nómina de candidatos, de abandonar el cargo para que se presente otro, de que te llame un juez en calidad de imputado y toda esa ristra de simplezas…

Como ha pasado casi un año desde que me tocó por primera vez (y espero que sea la última) formar parte de una mesa electoral, me apetece echar un poco de leña al fuego del orgullo, no sea que acabemos todos abrasados con tanta inmodestia. Algunos recordarán que en aquella ocasión se trató de comicios europeos, pero para el caso da igual. Pronto volveremos a escuchar los mismos eufemismos y las manidas frases grandilocuentes de siempre. Así que voy a relatar lo que recuerdo de aquel 25 de mayo de 2014:

A pesar de mi escepticismo político y de mi vena contestataria, reconozco que fui puntual, muy puntual, la más puntual de todos y que me había leído de cabo a rabo un folleto con instrucciones que, días atrás, me había entregado la cartera. El rictus tranquilo con que llegué al colegio donde me habían citado se fue congelando a medida de que me percataba de que todos los que aguardábamos allí éramos suplentes. En medio de un monumental batiburrillo que obligó a retrasar bastante la apertura de la sede electoral, alguien pierde los nervios y, ni corto ni perezoso, el interventor del partido de la flor llama a la policía nacional. 

Imagínense quién estaba en medio, quién se siente obligada a parlamentar con la fuerza del orden, quién consigue aplacar la alteración de quien ya se veía esposado y a quién aperciben de estar propiciando (sic) un delito electoral. Pues sí, era yo. La citada amenaza no provenía de los agentes, sino de ese interventor gañán que debió de pasar muy mala noche, a juzgar por el día que nos dio.

Comparecen los representantes de la Administración y manu militari nos designan a los distintos componentes de las mesas. A partir de entonces, la mía pasó a denominarse “la de las chicas”, nombre con que la bautizó el mastuerzo aquel. Será porque llevo gafas, porque iba en vaqueros o por qué sé yo, pero me tocó hacer a mano todas las actas del mundo, elemento más que importante para los delegados de las candidaturas, que otra cosa no, pero aparecer cuando menos falta hacían y pedir datos y papeles cuando más afluencia de público había, se les daba de perlas. Debo decir que todas las siglas se comportaban igual, a grandes rasgos. Las diferencias entre ellas eran matices de corte culinario (unos se paseaban comiendo patatas fritas y otros montaditos de jamón, pero nadie ofrecía, que conste). Además de las citadas actas, mi función consistió en escribir a bolígrafo, uno a uno y DNI incluido, los nombres y apellidos de cada votante, verificar conteos cada cuatro horas y, de vez en cuando, aguantar la cháchara de militantes no ya en las antípodas de mis valores o ideas, sino la mayoría de ellos manifiestamente enemigos del orden público. Pensé que los opuestos se atraen y ese día yo debía de tener un imán para tanto majadero.

Quiso el destino que mi mesa terminada la primera de contar papeletas y votos, con sus actas incluidas (mi letra mejoró una barbaridad con tanta práctica) y siguiera las instrucciones de aquel folleto que el Estado regala a los agraciados con el premio “Siéntese al pie de una urna”. Pues bien, dado que los resultados no favorecían a los partidos mayoritarios (o partido único bifronte, según se mire), el mismo interventor bruto y grosero que nos estuvo tocando el pífano desde las ocho de la mañana se empeñó en repetir el recuento… ¡con las papeletas arrugadas que ya estaban en bolsas de basura! En esto no midió bien sus fuerzas y fue a enfrentarse, no a “las chicas” de la mesa, sino al resto de compromisarios y representantes políticos.

Aprovechando la coyuntura, con un sigilo y aplomo propios de una película de espías, el sobre con las actas y los resultados de mi mesa se encaminaron a su destino administrativo.

De esta aventura extraje varias conclusiones, que someto aquí a la reflexión de quien quiera:
  1. Un día electoral no es "la fiesta de la democracia" ni nada parecido, por más cursiladas que se empeñen en decir. Es un trámite.
  2. No esperen buena conversación de ningún politicastro.
  3. No es tan difícil el pucherazo (ahí lo dejo).
  4. Lo mejor del día, los votos nulos. Hay que reconocer que la gente se vuelve creativa cuando se trata de manifestar su indignación, malestar o frustración. Uno de los sobres llevaba una rodaja de chorizo: elocuencia pura.
  5. Creía poco, pero ahora desconfío plenamente de los resultados oficiales.
  6. Va siendo hora de modernizar la forma de votar y de recoger la información electoral en las mesas. Seguimos en el siglo XIX, pues en el XX ya existían los ordenadores.
No lo he contado todo, pero decidan ustedes si esta breve muestra es para estar orgullosos. Sé que muchos no comparten lo que expreso y no faltarán quienes me acusen de que generalizo lo que tal vez sea un caso aislado. Cuento lo que viví y crean que no exagero un ápice, pues el tiempo ha amortiguado muchas emociones.

Al día siguiente le conté la peripecia a mi amiga Mar. Como ella tiene el don de subrayar siempre lo más humorístico, nos despachamos a gusto. Y es que, de cuando en cuando, tenemos que reírnos de nosotros mismos y, por supuesto, de nuestro sacrosanto sistema. Eso sí, sin perder de vista que debemos hacer autocrítica, mirarnos menos el ombligo y empezar a reparar aquello que se ha deteriorado, como los obreros de la fotografía que ilustra este post, pues las cosas devienen inservibles cuando no se ponen al día. Este final me ha salido muy alegórico, pero a buen entendedor…

NOTA: La foto se tomó en Sibiu


28 de septiembre de 2014

Δημοκρατία o las manos del poder territorial







Dejando a un lado tiempos remotos, en que los soberanos concebían los países como su finca particular y, por eso, allanaban cuanto fuera menester para agrandar los confines de sus reinos, la historia contemporánea está plagada de cambios geográficos realizados al albur de la oportunidad y conveniencia. Las unificaciones, secesiones y bautismo nominal de territorios ha causado mucho llanto y no menos vidas, cerrando a veces en falso heridas centenarias que, de cuando en cuando, sangran.

Estado es a patria lo que tomate es a hortaliza. Es decir, para algunos es lo mismo y para otros no siempre (algunos califican al tomate como fruta). La tierra de los antepasados se diluye en muchas ocasiones entre varios países, siendo frecuente que, sin cambiar de domicilio, se nazca con una nacionalidad y se crezca o muera con otra distinta. Piénsese en los habitantes de Gdansk- Danzig o Wroclaw-Breslau, por citar algún ejemplo de los más conocidos, dentro de los contemporáneos.

En esa indefinición, surge muchas veces la necesidad de separarse, para buscar un espacio propio que permita elegir su destino y lejos de los bamboleos de quienes ahora se consideran extraños. En el siglo XIX fructificaron revoluciones nacionalistas apoyadas desde muy distintas instancias. En este sentido, sabido es que la emperatriz Isabel de Austria no solo simpatizó con aquellas causas, sino que apoyó personalmente la escisión  de Grecia o Hungría, y eso que este último país pertenecía a su soberanía. Tal fue su entrega que, aparte de pasar largas temporadas en Corfú y mantener contactos con aquineos independentistas, dedicaba interminables horas de su tiempo a estudiar las lenguas del Peloponeso y del país magiar. Si alguien desea documentarse sobre estas cuestiones, abandone las películas en technicolor, con esa Sissi enamorada de un Francisco José paternalísimo y reverenciado por sus súbditos, y lea algunos ensayos publicados en las tres últimas décadas del siglo XX. Puede que la imagen cursi y edulcorada deje paso a una mujer de carne y hueso, con luces y sombras, pero al fin y al cabo terrenal y auténtica. Tal vez otro día escriba acerca de ella y de los sentimientos que me provoca.

Avanzando en el tiempo y tras la Conferencia de Yalta, Berlín se dividió en cuatro zonas que serían administradas, respectivamente, por Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña y Francia. En esa ocasión, además, se trataron temas concernientes a los territorios de Europa del Este e Italia, por ejemplo.

Es decir, las fronteras van y vienen, dependiendo de la economía, de las ansias geopolíticas de ciertos dirigentes o del sentir de sus habitantes. Hay italianos del Trieste que aun hoy subrayan al hablar su procedencia, como queriendo dejar claro que son más austriacos que mediterráneos, al igual que existen nómadas de una patria utópica e imaginada, que se sienten de paso en la tierra que les vio nacer y los alberga. Tal vez sería más fácil si concibiéramos el mundo como un planeta de todos, donde recalas y nadie te interroga sobre tu origen, como aquellos pioneros que arribaron a las costas de una América de Norte exótica, ignota y acogedora.

Y si la historia nos ha enseñado que la contienda y la fuerza han determinado muchas veces la creación de reinos y estados, es preferible pensar que la opción madura y avanzada pasaría por preguntar a cada cual qué opina acerca de los límites del lugar donde reside. La democracia pasa por consultar y que los consultados y no consultados acepten el resultado del proceso. Lo que se impone no genera amor ni apego. Si el matrimonio dejó de ser indisoluble hace tiempo (al menos para quienes no siguen los postulados católicos), si somos el resultado de un contrato social, si la democracia es el poder de las personas que constituyen una determinada comunidad, ¿a qué esperamos? No debe temerse ningún resultado, pues probablemente unos y otros tengan su parte de razón. La manos del poder territorial han de estar siempre limpias y libres de fanatismos de uno u otro signo.

7 de mayo de 2014

Crónicas rumanas (III): Acompañados




Hace muchos años le escuché a alguien que somos responsables de lo que nos ocurre con quienes nos relacionamos. Dicho así, parece muy duro y podríamos preguntarnos dónde quedan el azar o la mala suerte en aquellas circunstancias donde la gente no es lo que parece o nos suceden cosas que no esperábamos. Sin embargo y a fuerza de llevarme sorpresas y disgustos, he empezado a comprender aquella lapidaria frase (lógicamente, pasada por el tamiz de mi memoria).

En “La Vida de Brian”, la madre del protagonista, cuando observa al pie de la cruz a su hijo en trance se ajusticiamiento por los romanos, le reprende achacándole que ese final se lo ha buscado él por rodearse de malas compañías, lo que desata siempre la carcajada del espectador. Humor aparte, el ser humano es social por naturaleza y tiende a vivir y desarrollarse rodeado de congéneres. Quizá por eso nos pasamos toda nuestra existencia eligiendo aquellas personas que van a acompañarnos, bien sea en un viaje, en nuestro hogar, en un proyecto o con una taza de té en las manos.

A veces hecho de menos aquellas conversaciones espontáneas que se daban en los bancos de los parques o esperando el autobús. La gente hablaba entre sí sin otra preocupación que pasar el rato. De vez en cuando surgía el milagro y aprendíamos algo de lo que habíamos estado escuchando de quien probablemente no volveríamos a ver jamás. Puede ser que esa falta de programación es la que me lleva, en la actualidad, a fiarme de mi instinto, aun siendo consciente de que quien me apuñale por la espalda ha tenido abierta, en algún momento, la puerta de mi vida. Mas no tengo miedo.

Desconozco si la pareja de la fotografía sigue junta, pero el instante que congelé en un cementerio rumano da cuenta de lo importante que es contar con alguien a tu lado capaz de mirar lo que tú miras, aunque vea otra cosa.

8 de septiembre de 2013

Ilusionistas de tercera




Seguramente que esa costumbre se remonta a antes de los romanos, pero es a ellos a quienes debemos la conocida frase de “panem et circenses”. Raro es el régimen que no recurre a ello alguna vez, generalmente para aplacar la contestación pública y desviar la mirada puesta en los problemas sociales. Pero que lo hagan muchos no lo legitima, como tampoco blanquea sus fines espurios movilizar a legiones de ciudadanos para que atoren las calles y coreen idénticos eslóganes, normalmente de cariz patriotero y un tanto chusco.

En mi país y muerto en cama el franquismo, algunos creyeron que esta costumbre de soltar migajas lúdicas a la población se terminaría. Pero cuál no sería la sorpresa al observar que quienes pusieron en solfa aquellos usos y artimañas también se han valido de lo mismo cuando pensaron les hacía falta. Todos los gobiernos surgidos a partir de noviembre de 1975 han emulado en algún momento a los emperadores romanos y, para más infamia, no han faltado ayuntamientos ni comunidades autónomas que no hayan hecho lo propio en ciertos momentos, bien subvencionando (cuando se podía) eventos de todo tipo o inaugurando bobadas inservibles. Y lo peor de todo es que jamás han faltado medios de comunicación dispuestos a halagar tales prácticas.

Me había propuesto no escribir acerca de la candidatura olímpica para 2020 porque, como carezco en general de entusiasmo por los fastos y de afición deportiva en particular, llegué a pensar que no era persona idónea para hablar de ello con un poco de distancia. Ahora bien, tampoco he matado nunca a nadie y, sin embargo, puedo mantener una conversación más o menos documentada acerca de la pena de muerte, por ejemplo.  Así que, con todo el respeto hacia quienes disientan, no puedo sino comentar que, una vez más, han vendido un humo que ha servido para nublar la suciedad de las calles, la bancarrota de tantas familias y empresas madrileñas, el mercadillo donde se subastan al mejor postor servicios públicos indispensables, una corrupción que salpica a las más altas instancias del Estado y, en definitiva, la falta de interés de sus regidores porque las cosas cambien de verdad y mejore España.

Por su parte, el COI, que carece de vocación caritativa y prefiere lo tangible a las fumarolas, se dio cuenta de que en la chistera de estos ilusionistas no había paloma y que el bastón no podía trocarse en pañuelos de colores, por más que lanzaran desde hace meses mensajes como “Madrid se merece estos juegos”, “somos la candidatura más potente” y simplezas por el estilo. Por eso mismo, me pregunto a qué flautista contrataron para conducir ayer a centenares de ciudadanos hasta la Plaza de la Independencia, para aguardar, algunos con los colores patrios pintados en las mejillas, a que se cumpliera el  vaticinio, como si fuera cierto que las olimpiadas traen prosperidad a quienes no somos deportistas, políticos, hosteleros, constructores o intermediarios en todo ese circo. Sin embargo, les cayó un chaparrón que no vino del cielo ni del comité olímpico ni de la austeridad esgrimida por la alcaldesa, sino del propio papanatismo con que aquí, en este país, se reacciona ante los proyectos de papel.

Y como soy aficionada a las metáforas y a los juegos de palabras, me resulta curioso que los sueños de mis convecinos se desinflaran anoche en esa Plaza de la Independencia. Ojalá sea un augurio de emancipación respecto de los manejos de tanto ilusionista sin prestigio.

27 de agosto de 2013

Crónicas rumanas (I): Tras la puerta




Cuando cayó el muro, surgieron hermosas puertas que franqueaban el paso a cuanto durante años nos pareció exótico y desconocido. Curiosamente, muchos pensaron que esas aberturas eran de una sola dirección, es decir, una especie de paso franco para que los habitantes de la parcela occidental pudieran acercase a la Europa del Este, instalar allí sus negocios, fabricar a más bajo coste y, a la par, inocularles el virus del consumismo, creando para ello las mismas necesidades ficticias que asocian el paraíso con un refresco de burbujas, unas joyas o un coche.

Ahora que el capitalismo ha entrado en fase crítica, tras la puerta transilvana me he encontrado rumanos de Pozuelo o La Rioja que, haciendo de la necesidad virtud, han regresado a sus lugares de origen y, a la entrada de una iglesia o en un parque, prefieren hablarte de los años de bonanza entre nosotros, saltándose los muchos episodios de humillación e injusticia que también padecieron.

Charlando con ellos, pienso en los judíos que todavía guardan la llave de una puerta que sus ancestros tuvieron en Sefadad y no puedo más que dejar la mía entornada, para cuando regresen. 

NOTA: La fotografia está tomada en Biertan.