Visitas

Mostrando entradas con la etiqueta Hoc sumus. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Hoc sumus. Mostrar todas las entradas

3 de febrero de 2015

Lo que aprendí de ti




Para Joaquín, mi padre

Siempre supe que ninguna persona reemplaza a otra, pero es ahora cuando puedo decir que lo he asimilado. Cada cual ocupa un lugar concreto y definido en la vida de los demás, albergado en el núcleo de la existencia. Desde la infancia vamos descubriendo que no todos representan lo mismo para nosotros y que la huella que nos dejan va más allá del parentesco, la amistad o el oportunismo. Por eso, ahora que ya no puedo coger tu mano ni darte un beso ni llenarte el vaso con agua, agradezco tener un corazón que me ayude a recordarte, un corazón cincelado por vientos emotivos, más que por imperturbables palabras.

Recordar es hacer que las cosas surquen dos veces nuestros corazones y he aquí que se recuerda con dicho órgano y no con la cabeza. Perdemos el tiempo buscando aromas, voces o paisajes allá donde anidan logaritmos y declinaciones, pues la memoria nunca ha sido sinónimo de conocimiento ni de ideas. Se rememora desde el sentimiento y, como al fin y al cabo este es selectivo, yo termino acordándome siempre de lo mejor y más luminoso, en detrimento de amarguras y sombras.

Vivir es crecer, crecer es aprender, aprender es fijarse. Desde pequeña observé que tus difuntos estaban presentes en tu vida y que los recordabas desde la alegría y la calma, sin pesares, abatimientos o largos desconsuelos. Por eso, lo que aprendí de ti es tan complejo y simple al mismo tiempo, pues me enseñaste a vivir con ausencias. Nada reemplaza a nadie, todo sigue ocupando su lugar en nuestros corazones… y nos asomamos al balcón de la esperanza, ávidos de atesorar más recuerdos.

Nota: La fotografía fue tomada en Brasov

17 de julio de 2014

Crónicas rumanas (IV): Pacíficos con paciencia o el color de lo próximo



Se han cumplido cien años del comienzo de la I Guerra Mundial. El otro día se pudo ver por televisión un reportaje de hechura impecable, con imágenes de la época tomadas tanto en las trincheras como en los pueblos y ciudades. Me asombró que algunas eran en color, una tonalidad a caballo entre el sepia, el gris y el azul verdoso, salpicada de amarillos como el ámbar y blancos refulgentes. Un cromatismo quizá incipiente y alejado con mucho de cuanto vino después en esto de filmar y revelar, pero color al fin y al cabo.


Hasta entonces, en mi imaginario aquella guerra se había asomado siempre en blanco y negro, lo que le daba un sesgo lejano y forastero, casi exótico, lo que, unido a que las figuras aparecían normalmente moviéndose de manera acelerada, hacía de esa contienda un acontecimiento casi ficticio. Sin embargo, al contemplar ahora pajizas colinas y rosáceas niñas, me inundó la sensación de lo real y lo verídico, como si el ser humano, al dotarse de conos y bastones en los ojos, lo hubiera hecho para no perder la pista de las cosas más próximas y más señaladas.

De la misma forma que, si pensamos en un pariente próximo, un lugar o un acontecimiento, lo hacemos en colores, la vida monocromática es la que permanece congelada en el país de lo remoto y fósil. Por eso, al contemplar aquel documental me di de bruces con las emociones de los soldados y de la población civil. No se trataba ya de una historia de armas, escaramuzas, avances y retaguardias. Ese no era el conflicto de bailarinas pobres que amenizan a militares que portan en el bolsillo una petaca con aguardiente.  La I Guerra Mundial ya no tiene para mí el rostro de Kirk Douglas, sino de los bigotudos que esa noche vi escribiendo cartas a sus madres aguantando el tipo, simulando la euforia por defender su patria, dotando de normalidad a lo que es por naturaleza estrambótico y raro, ocultando el miedo de ser pasto del recíproco miedo de sus adversarios.

Con el color que afloraba por la pantalla me dio por pensar en la cantidad de guerras que, solo desde 1914, se han venido sucediendo a nuestro alrededor, como si el mundo se regocijara ante su propia mutilación, como si prefiriera consagrarse al desvarío en lugar de sentar las bases de la armonía y el concierto. Imaginé un mundo sin pacifistas y solo se me ocurrieron dos posibilidades para que ocurriera eso: porque su voz ya no hiciera falta, al haberse acabo todos los conflictos armados, o porque hubieran perdido la paciencia y declararan la guerra a los belicosos. Si alguna de estas dos alternativas se le muestran a usted en colores mientras lee este párrafo o reflexiona más tarde, será porque el desenlace ya anda cerca.

NOTA: La fotografía fue tomada en Sibiu; gente comprometida con la paz la hay en todas partes.

18 de abril de 2013

Cuando los cines cierran




La distribuidora “Alta Films” está en apuros. Desde hace años, viene ofreciendo a la gente, a través de una red de establecimientos por varias provincias, una programación en general de calidad, muy volcada en el cine de lo que yo llamaría “autor con tirón” y en productos españoles e iberoamericanos. Tengo que aclarar que no son mis cines favoritos, aunque acudo a los Renoir y Princesa de Madrid regularmente. Tampoco son mis salas predilectas, pero ocupé una butaca el segundo día que abrieron al público y las prefiero a otras muchas. No comparto el tinte comercial de algunas de sus propuestas, pero también he visto allí bastantes de los mejores filmes de las últimas décadas y algunos de los más interesantes y novedosos.

Si nada lo remedia, de las doscientas salas que en la actualidad regenta “Alta Films”, en fechas próximas quedarán solo veinte y creo que este suceso no debe evaluarse solamente en clave de gestión empresarial, porque cuando los cines se cierran la sociedad queda herida y se empobrece. Las medidas económicas que incrementaron en mi país, de manera abrupta y desmesurada, el IVA destinado a eventos y productos culturales, recortando paralelamente salarios y pensiones, empieza a echar sus frutos: menos dinero, menos entradas vendidas. No hacía falta ser una lumbrera para percatarse de eso hace un año, cuando los artífices de tamaño despropósito se frotaban las manos pensando que así iban a recaudar mucho más. Me temo que jamás sabremos el nombre completo del genio que ideó ese plan, pero propongo llamarlo diablo, pues diabólico es todo lo que acontece en España de un tiempo a esta parte.

Me indigna que la crisis económica se lleve por delante los reductos que nos quedan a quienes preferimos estar a solas con una película y observar el mundo a través de la mirada personal de quien la dirige y, si es en la lengua que hablan sus actores, sin doblajes y sin cortes, muchísimo mejor. Lamentablemente, desde que la memoria me alcanza, he visto demasiados cines convertirse en supermercados, bingos, almacenes y cafeterías, cuando no algo peor: pasto de piqueta. Para quienes comparten mi ciudad, probablemente habrán disfrutado o escuchado hablar del Imperial, Palacio de la Música, Tívoli, Benlliure, Salamanca, Marvi, Victoria, Aragón, Barceló, Covadonga, Azul, Rex, Texas, Roma, Príncipe Pío, Universal, Bilbao, Fuencarral, Vox, Proyecciones, Velázquez, Albéniz, Oráa y tantos otros. Algunos, los más afortunados de los cines, sobreviven disfrazados de teatros, pero quienes un día nos sentamos frente a sus pantallas, percibimos aún el aroma de tantas tardes cargadas de imágenes e historias en movimiento.

Son legión las personas que se han formado con películas al calor de una sala oscura y en compañía de gente anónima, que aprendieron a ser amables, a amar, a colocar en el mapa Tokio o Melbourne, a diferenciar un coyote de un dingo, a bailar y a imaginar mundos distintos. Existen cientos de realizadores cuyas obras únicamente son exhibidas en salas como las de “Ata Films”, pues otras distribuidoras se decantan por productos más rentables a corto plazo. Y no me refiero solo a autores noveles o ignotos, sino algunos sobradamente conocidos, como Woody Allen, Abbas Kiarostami, Manoel de Oliveira, John Waters, etc., cuyas pelis muchos aficionados esperamos con emoción a que se estrenen o repongan.

El cine es arte, es pasión, es cultura y es una forma de ser mejores. Por eso, cada cine que se cierra es una vuelta a las cavernas.


21 de enero de 2013

Días más largos



  
La cara amable del invierno es esa luz que profana el aire dulce y soñoliento del salón de mi casa. Las paredes se tornasolan y el verde ya no es tal, sino la esencia ambarina del optimismo que me sacude, como el big bang agitó aquella vez, y para siempre, la calma del silencio y la espera.

Algo eclosiona en mí siempre en enero, recordándome que se desvanecen las legañas del trimestre más oscuro. Por si fuera poco, caminando por las calles de Lorca,  la semana pasada fui a darme de bruces con un naranjo que exhibía, humilde y digno, los frutos que el letargo incubó en sus ramas.

Los días son más largos. Hay más horas que vivir.



27 de diciembre de 2012

Para seguir en pie




Finaliza el año y la vida se nos sigue escapando entre los dedos. Quienes vaticinaron el fin del mundo hace unos días, tendrán que postergarlo a otro momento, porque por ahora los hados se empeñan en que sigamos siendo pasto de esta época tan agria.  A mi alrededor se suceden las huelgas y las protestas, la línea ascendente del desempleo sigue a la deriva, el Estado no hace nada por sus pobres y, como si se tratara de un servicio público más, los ha transferido a organizaciones de voluntarios para que alimenten y vistan a quienes hace tiempo perdieron hasta la esperanza.
Mientras tanto, el monarca nos exhorta a que arrimemos el hombro, muchos jóvenes emigran a tierras aparentemente más prósperas y otros jetas ponen su dinero rumbo a paraísos opacos, donde no imperan ni leyes ni tratados, ni por supuesto la vergüenza.
Un poco más allá, la Antártida sigue derritiéndose como si fuera un helado de vainilla, quienes usted y yo sabemos la emprenden con los monumentos de Tombuctú, aflora el hecho de que en la India se suceden las violaciones de mujeres, alcanzando cifras alarmantes, en Italia hay quien se ofrece para gobernar sin presentarse a las elecciones y montones de civiles siguen muriendo en los territorios falsamente liberados de Oriente Medio.
Ante tal panorama y mientras reflexiono sobre lo que nos deparó el siglo pasado y lo que nos puede deparar la presente centuria, caigo en la cuenta de que, para seguir en pie, lo mejor es no dejarse tumbar.

Felices fiestas a todos.  

7 de agosto de 2012

El reino del revés




De pequeña cantaba una canción según la cual en un lugar remoto los pájaros nadaban y los peces surcaban los aires, los gatos decían “yes” y nadie era capaz de ver a mil quinientos chimpancés juntos. Gracias a mi curiosidad, supe luego que se trataba de un poema de la escritora bonaerense María Elena Walsh, que también le regaló otras letras memorables a chicos y mayores.
Últimamente pienso a menudo que el mundo está del revés, pues hace tiempo perdimos el hilo conductor que le daba sentido a las cosas. De un tiempo a esta parte, es como si hubieran tocado a rebato y se pugnara por ver quién suelta la tontería más grande, quién hace lo más absurdo o quién se contradice con más desparpajo. No me extraña que la mayoría de la gente no entienda nada. A modo de ejemplo, traigo aquí a colación la entrevista que hace un par de semanas le hicieron a Gunilla Von Bismarck en el suplemento semanal de un periódico español. Entre otras lindezas, la que fue década tras década imagen de la Marbella más hortera, ociosa, bullanguera y monstruosa, suelta la siguiente perla: “los españoles tienen que gastar menos, no tanta fiestas y trabajar más”.
Para  tranquilidad de esta señora, diremos que llevamos tiempo en ese camino: gastar, lo que se dice gastar, cada vez se puede menos, dados los recortes salariales, la subida de impuestos y el límite asignado a subsidios y otras ayudas públicas. En cuanto a fiestas, no sé si se refiere a las suyas, donde creo que el pueblo llano jamás ha entrado, o a las celebraciones de cumpleaños, finales de curso, bodas de plata y bautizos, mucho más modestas y menos pomposas que las de la jet-set. Y por lo que a trabajar más se refiere, con las reformas legislativas en marcha, acabaremos siendo esclavos y desempeñando nuestro cometido a cambio de comida y agua, tal y como sueñan algunos que andan parapetados tras un gráfico de líneas quebradas que dibujan ellos mismos.
Ante tan desoladora situación, ¿recuerdan la película “El Dormilón”, de Woody Allen? Cuando el espectador descubre que el dictador que rige los destinos de ese mundo futurista es una nariz, suele soltar una carcajada, pues en principio no cabe en cabeza humana que esa napia controle la vida de la población. Sin embargo, tras ese recurso cinematográfico y cómico se esconde la metáfora que hoy aflora nuevamente en España, Europa, Occidente, tal vez el mundo entero: quienes han cambiado el orden natural de las cosas no son más que un despojo. Ahora bien, como vivimos en el reino del revés, esos desechos opinan, aconsejan, deciden y amenazan… a veces a través de gente de rancio, muy rancio, abolengo.

NOTA: Acompaño a esta entrada la foto de una de mis últimas consumiciones festeras, que asciende a 3,90 euros, consistente en un refresco que me tomé con L., acompañado de alguna chuchería. Por cierto, que este mes de agosto estoy yendo a trabajar.

19 de junio de 2012

Rebobinando




Una de las más grandes conquistas humanas ha sido la facultad desarrollada durante siglos para mejorar la herencia de los antepasados y, en consecuencia, dejar un futuro más prometedor a los descendientes. Esto ha sido así generación tras generación, en unas épocas más rápidamente que en otras, pero siempre de la misma manera. En términos generales y sin ahondar mucho, podemos afirmar que el siglo veinte fue mejor que el quince y que este último adelantó en progreso al nueve o siete. No me refiero solamente a los avances técnicos, sino a ese conjunto de valores y principios que hacen que las cosas sean de una determinada manera y que, respecto a ellas, la sociedad conviene que no hay marcha atrás, porque se trata de un paso más hacia el ideal común de felicidad y prosperidad. 
El Derecho, que siempre ha ido e irá detrás de los cambios sociales, acaba consagrando las normas que apuntalan esos principios y, de esta forma, penaliza o promueve las conductas que respectivamente atentan contra ellos o los desarrollan. Cuando la facultad legislativa de los países se adelanta a dichos cambios sociales, se producen desajustes, malestar entre los destinatarios de las leyes y, a menudo, involución. 
Recuerdo que mi profesor de Hacienda Pública hacía siempre en sus exámenes una pregunta “creativa”. Entre el sistema de tasas, el valor añadido, las exacciones parafiscales y demás jerigonzas,  se descolgaba con cuestiones de este tenor: “Mencione la persona o el personaje que más le ha llamado la atención durante sus vacaciones navideñas y explique las razones”. ¡Y ojo con no responder, porque todas las preguntas se computaban! Si bien entonces no comprendí su método docente (y creo que mis compañeros tampoco, aunque nos hacía gracia), ahora daría la mitad de mi hucha por que su espíritu acompañara a tanto mandatario, tanto ministro de economía, tanto G-20 y tanto brujo financiero. Porque me parece a mí que se han olvidado de lo principal: las personas. 
Me pregunto, al hilo de todo esto, si con tanto reajuste y tanta medida draconiana para alargar la agonía de un sistema que se desmorona, no estarán nuestros próceres legislando por delante de lo que la sociedad reclama y, por ende, de espaldas a ella e imponiendo unas pautas en contra de la voluntad del pueblo soberano. Siendo capaces de hacer repetir elecciones hasta que salga un resultado partidario de las teorías dominantes, aboliendo alguno de esos hitos históricos que significaron progreso y bienestar, la involución está servida. Para ir haciendo boca, les planto a ustedes una fotografía del barrio donde me crié. Está tomada unos años antes de nacer yo. Pero no desesperen, que con el tiempo volverán a ver Arturo Soria así. Es cuestión de rebobinar la casete.