Visitas

Mostrando entradas con la etiqueta Pentimento. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Pentimento. Mostrar todas las entradas

15 de marzo de 2015

La corte de los milagros




En una esquina aledaña de la calle Segovia y a pocos metros del lugar donde antaño se ubicó el estudio de López de Hoyos, existe un café tranquilo, con hermosas orquídeas en los veladores y un monaguillo que te franquea el paso sin pedirte nada a cambio. Este local es pariente próximo de otro ubicado en la acera de enfrente, famoso desde hace muchos años y cuyo rótulo marca bien su pertenencia a un estatus eclesiástico superior.

Por esas cuestiones de la sinrazón, muchas tardes, caminando hacia mi casa, recalo en el del monaguillo para tomar un té, abstraerme del día y charlar con la culta taiwanesa que lo regenta. C., además de cuidar a la parroquia con mimo y de manera muy personalizada (a todo el mundo le llama por su nombre y lo eleva al estrado de lo único), tiene una forma de comunicarse muy pareja a la mía y quizá sea ese el motivo por el que los canales de confianza se abrieron pronto: discreción, contestar a todo y tener una frase amigable que nos permita descubrir un poquito más del interlocutor. Soy consciente de que ella tiene un retrato bastante certero de mi persona, pues es de las mujeres que con una sonrisa y su mirada oblicua, te disecciona en un abrir y cerrar de ojos. Hablamos de muchas cosas, según esté el día, desde Podemos a los mares lejanos, pasando por las motos de su marido, la vecina de Linares o la Guerra del Opio. Hasta aquí, nada diferente a lo que podríamos comentar con cualquier otra persona. Pero lo que hacen extraordinarios para mí tales encuentros es que de cuando en cuando el destino me regala unas perlas que recojo y guardo. Un día descubrí que está emparentada con quien fue mi profesor de Derecho Canónico. Otra vez me habló de alguna magnífica mujer que adiestraba a las concubinas de su esposo y la maravillosa coordinación y respeto que, bajo sus directrices, reinó siempre en esa comuna doméstica.

Sus historias me acompañan en esta tarde de cielos grises, mientras me preparo un té ahumado de Formosa (¿en honor a ella?) y me imagino el rostro de ese abuelo suyo que parece sacado de la novela “El Patriota”, de Pearl S. Buck.

Y entre sorbo y sorbo, bendigo aquel 22 de diciembre de 2006 en que llegué a este lado de la ciudad con dos inmensos camiones de mudanza. Si no me hubiera movido, tal vez no habría comprendido que en los madriles, de cuando en cuando, se producen milagros. Sin ir más lejos, conocer a Michael Haneke cenando en la mesa de al lado, como se ve en la fotografía que ilustra esta entrada. Y es que, como en la canción de Jaume Sisa, “cualquier noche puede salir el sol”.

NOTA: La fotografía se tomó en el restaurante Ouh Babbo, calle Caños del Peral. nº 2.




17 de julio de 2014

Crónicas rumanas (IV): Pacíficos con paciencia o el color de lo próximo



Se han cumplido cien años del comienzo de la I Guerra Mundial. El otro día se pudo ver por televisión un reportaje de hechura impecable, con imágenes de la época tomadas tanto en las trincheras como en los pueblos y ciudades. Me asombró que algunas eran en color, una tonalidad a caballo entre el sepia, el gris y el azul verdoso, salpicada de amarillos como el ámbar y blancos refulgentes. Un cromatismo quizá incipiente y alejado con mucho de cuanto vino después en esto de filmar y revelar, pero color al fin y al cabo.


Hasta entonces, en mi imaginario aquella guerra se había asomado siempre en blanco y negro, lo que le daba un sesgo lejano y forastero, casi exótico, lo que, unido a que las figuras aparecían normalmente moviéndose de manera acelerada, hacía de esa contienda un acontecimiento casi ficticio. Sin embargo, al contemplar ahora pajizas colinas y rosáceas niñas, me inundó la sensación de lo real y lo verídico, como si el ser humano, al dotarse de conos y bastones en los ojos, lo hubiera hecho para no perder la pista de las cosas más próximas y más señaladas.

De la misma forma que, si pensamos en un pariente próximo, un lugar o un acontecimiento, lo hacemos en colores, la vida monocromática es la que permanece congelada en el país de lo remoto y fósil. Por eso, al contemplar aquel documental me di de bruces con las emociones de los soldados y de la población civil. No se trataba ya de una historia de armas, escaramuzas, avances y retaguardias. Ese no era el conflicto de bailarinas pobres que amenizan a militares que portan en el bolsillo una petaca con aguardiente.  La I Guerra Mundial ya no tiene para mí el rostro de Kirk Douglas, sino de los bigotudos que esa noche vi escribiendo cartas a sus madres aguantando el tipo, simulando la euforia por defender su patria, dotando de normalidad a lo que es por naturaleza estrambótico y raro, ocultando el miedo de ser pasto del recíproco miedo de sus adversarios.

Con el color que afloraba por la pantalla me dio por pensar en la cantidad de guerras que, solo desde 1914, se han venido sucediendo a nuestro alrededor, como si el mundo se regocijara ante su propia mutilación, como si prefiriera consagrarse al desvarío en lugar de sentar las bases de la armonía y el concierto. Imaginé un mundo sin pacifistas y solo se me ocurrieron dos posibilidades para que ocurriera eso: porque su voz ya no hiciera falta, al haberse acabo todos los conflictos armados, o porque hubieran perdido la paciencia y declararan la guerra a los belicosos. Si alguna de estas dos alternativas se le muestran a usted en colores mientras lee este párrafo o reflexiona más tarde, será porque el desenlace ya anda cerca.

NOTA: La fotografía fue tomada en Sibiu; gente comprometida con la paz la hay en todas partes.

8 de septiembre de 2013

Ilusionistas de tercera




Seguramente que esa costumbre se remonta a antes de los romanos, pero es a ellos a quienes debemos la conocida frase de “panem et circenses”. Raro es el régimen que no recurre a ello alguna vez, generalmente para aplacar la contestación pública y desviar la mirada puesta en los problemas sociales. Pero que lo hagan muchos no lo legitima, como tampoco blanquea sus fines espurios movilizar a legiones de ciudadanos para que atoren las calles y coreen idénticos eslóganes, normalmente de cariz patriotero y un tanto chusco.

En mi país y muerto en cama el franquismo, algunos creyeron que esta costumbre de soltar migajas lúdicas a la población se terminaría. Pero cuál no sería la sorpresa al observar que quienes pusieron en solfa aquellos usos y artimañas también se han valido de lo mismo cuando pensaron les hacía falta. Todos los gobiernos surgidos a partir de noviembre de 1975 han emulado en algún momento a los emperadores romanos y, para más infamia, no han faltado ayuntamientos ni comunidades autónomas que no hayan hecho lo propio en ciertos momentos, bien subvencionando (cuando se podía) eventos de todo tipo o inaugurando bobadas inservibles. Y lo peor de todo es que jamás han faltado medios de comunicación dispuestos a halagar tales prácticas.

Me había propuesto no escribir acerca de la candidatura olímpica para 2020 porque, como carezco en general de entusiasmo por los fastos y de afición deportiva en particular, llegué a pensar que no era persona idónea para hablar de ello con un poco de distancia. Ahora bien, tampoco he matado nunca a nadie y, sin embargo, puedo mantener una conversación más o menos documentada acerca de la pena de muerte, por ejemplo.  Así que, con todo el respeto hacia quienes disientan, no puedo sino comentar que, una vez más, han vendido un humo que ha servido para nublar la suciedad de las calles, la bancarrota de tantas familias y empresas madrileñas, el mercadillo donde se subastan al mejor postor servicios públicos indispensables, una corrupción que salpica a las más altas instancias del Estado y, en definitiva, la falta de interés de sus regidores porque las cosas cambien de verdad y mejore España.

Por su parte, el COI, que carece de vocación caritativa y prefiere lo tangible a las fumarolas, se dio cuenta de que en la chistera de estos ilusionistas no había paloma y que el bastón no podía trocarse en pañuelos de colores, por más que lanzaran desde hace meses mensajes como “Madrid se merece estos juegos”, “somos la candidatura más potente” y simplezas por el estilo. Por eso mismo, me pregunto a qué flautista contrataron para conducir ayer a centenares de ciudadanos hasta la Plaza de la Independencia, para aguardar, algunos con los colores patrios pintados en las mejillas, a que se cumpliera el  vaticinio, como si fuera cierto que las olimpiadas traen prosperidad a quienes no somos deportistas, políticos, hosteleros, constructores o intermediarios en todo ese circo. Sin embargo, les cayó un chaparrón que no vino del cielo ni del comité olímpico ni de la austeridad esgrimida por la alcaldesa, sino del propio papanatismo con que aquí, en este país, se reacciona ante los proyectos de papel.

Y como soy aficionada a las metáforas y a los juegos de palabras, me resulta curioso que los sueños de mis convecinos se desinflaran anoche en esa Plaza de la Independencia. Ojalá sea un augurio de emancipación respecto de los manejos de tanto ilusionista sin prestigio.

4 de julio de 2012

El valor de las cosas




Si tuviera que escaparme de madrugada, huir del país atropelladamente o, en definitiva, abandonar mi casa sin tiempo para hacer maletas, creo que me llevaría un cuadro. Eso sí, desmontando el marco, quitando el cristal y doblando el objeto que preserva, para facilitar su transporte. Probablemente en mis paredes haya otros que costaron más y que siguen siendo más cotizables, pero estas cosas poco o nada importan, cuando las valoramos con las entrañas.
Se trata de una carta muy antigua, escrita en chino tradicional. Me la regaló L. cuando cumplí una de esas fechas redondas que, según los psicólogos, marcan nuestra existencia evolutiva (aunque a mí me han marcado más algunos eventos sin edad precisa). Está dirigida a una muchacha que va a casarse y se la remite su abuela (probablemente con la ayuda de un escriba, a juzgar por la pulcritud de los ideogramas y porque es probable que no todas las mujeres –ni hombres- supieran escribir en la China del siglo XVII). De su autenticidad no me cabe duda, ni de su contenido tampoco, porque en su momento encontré una persona que la pudo más o menos traducir.
Aquella abuela, previendo que no podía asistir a la boda de su nieta, de alguna manera quiso acompañarla y, por supuesto, desearle la mejor ventura y felicidad. Es la misiva de alguien con experiencia que, lejos de dar consejos, anima a su ser querido (a lo mejor el más querido) a ser feliz y encarar el futuro con esperanza y alegría.
Pienso que los objetos quizá carecen de alma propia, pero sin duda albergan la de quienes los hicieron. Esa carta transporta en sus poros todo un universo doméstico de emociones contenidas, gestos mínimos, palabras exactas y destila el amor suave de las margaritas silvestres, es decir, ese afecto que no necesita vocablos ni gestos ampulosos para estar presente. Sospecho, además, que abuela y nieta compartían el mismo sentimiento.
Agradezco a la providencia que este papel de textura rugosa y color indefinido, pero hermoso, haya sobrevivido a los acontecimientos y avatares que, sin duda, han ido sucediéndose alrededor de esa carta. Además, como no creo en la casualidad, me gusta pensar que llegó hasta mí para recordarme que mi abuela A., a pesar de ser polvo de estrellas, sigue alegrándose conmigo.

12 de septiembre de 2011

Viajeros en tránsito y el cielo de Flandes



Cada vez es más fácil trasladarnos de un lugar a otro y sentirnos Philieas Fogg o Passpartout (depende del momento). Lo que hace unas décadas era casi un sueño, hoy se ha convertido en una realidad al alcance de mucha gente. De Buenos Aires a Toronto, de Estambul a Yakarta, de Tokio a Oslo, de Barcelona a Tel Aviv, de Niza a Ciudad del Cabo, de Lisboa a La Habana, de Kiev a Munich, de Río de Janeiro a Milán, de Malabo a Las Palmas, existen miles de caminos que surcan los cielos, las aguas y las tierras de este planeta.
Si hay suerte con los enlaces y no surgen huelgas, averías o catástrofes naturales, la vuelta al mundo ha dejado de ser la aventura de ochenta días que propuso Verne en su novela. Gracias al avión, hoy podemos tragarnos seis husos horarios pasando las páginas del mismo libro, o durmiendo plácidamente. Reconozco que volar me gusta mucho, así que normalmente encaro estos acontecimientos con satisfacción.
Pero también podemos transitar por cuatro o cinco países en un mismo día, mudando de aeronave y sin cambiar de aires. Los viajeros en tránsito se mueven dentro de una burbuja con ventilación artificial que, como normalmente está a muy baja temperatura, obliga a llevar chaqueta continuamente, aunque sea verano, vengan de Miami y se dirijan a Jerez. Además, atisban un pedacito de la cuidad en la que están de paso a través de cristales herméticamente cerrados y lo que ven coincide normalmente con lo que han visto en otra parte: hormigón, hangares y alguna torre de control. Después, cuando acceden nuevamente al siguiente aeroplano, la mayoría de las veces lo hacen a través de fingers con la misma atmósfera prestada que les acompaña desde que pusieron el pie en el aeropuerto de salida.
Salvo pequeños aeródromos de exóticos o lejanos destinos, el mundo occidentalizado se unifica también en esto. Damos vueltas por las zonas se tránsito y embarque contemplando las mismas tiendas, oliendo los mismos aromas, picoteando las mismas chucherías, dándonos los mismos caprichos. Son tiempos de uniformidad y globalización. Por eso, tras casi cinco horas esperando en Bélgica el enlace con mi vuelo, ahíta de tés con limón, con dos bolsas repletas de chocolates que el médico no me dejará probar y un montón de galletas con las que culminé un día de peregrinación, caí en la cuenta de que me desplazaba a través del cielo de Flandes. Hasta entonces, Bruselas solo fue un nombre impreso en alguna parte de mi documentación de viaje.

NOTA: Gracias a Maribel, a Ana y a la familia Ballesteros, por tantas risas.

4 de marzo de 2011

A media luz


Quienes hayan brujuleado alguna vez por mi perfil en la red habrán visto que, entre mis preferencias librescas, enumero en primer lugar “El elogio de la Sombra”, de Junichiro Tanizaki. Nos cuenta este autor que, para el gusto estético japonés más ancestral o tradicional, las sombras son lo importante. Captar su misterio y desentrañar sus entresijos forman parte del ideal de belleza en sentido amplio, es decir, el que abarca a seres, lugares, objetos y conceptos.
Para que pueda surgir esa sombra, debemos estar en penumbra, es decir, asentados en esa tenue línea suspendida entre la luz y la oscuridad. Todo un ejercicio de equilibrio, si bien se mira.
No basta lo que vemos, sino lo que entrevemos, sospechamos o imaginamos. Así, envuelta en penumbras, una moneda que se desliza puede volverse un ratón huidizo e incluso podremos confundir el sonido del frigorífico con alguien que hurga en la puerta, en nuestra puerta. Supongo que percibir unas cosas u otras dependerá mucho de nuestros anhelos, emociones o sentimientos más íntimos, así como de la experiencia, pues a mí me resultaría muy difícil proyectar en las sombras todo aquello que desconozco.
Lo que me atrae de todo esto es que cualquier crepúsculo puede convertir la realidad en algo onírico y, por ende, sacar a flote un mundo donde las cosas sucedan porque sí, sin necesidad de buscar razones.
El pasado domingo asistí a la representación de “Penumbra”, de la compañía teatral Animalario. Miré y observé casi sin pestañear, analicé cada palabra de los diálogos, al final aplaudí y más tarde reflexioné, desmenucé y volví a reflexionar... casi igual a como me ocurre cuando despierto de un sueño.

25 de febrero de 2011

Mensajes cifrados



No es necesario pronunciar palabra para decir muchas cosas. Hay personas que van levantando muros con su postura o su actitud. Cerrar la puerta que siempre permaneció entornada, declinar invitaciones, hablar con hueca sonrisa... En definitiva, van retirando la mano que un día tendieron y quizá también, sin pretenderlo, se van quitando la máscara.
Mi principal problema es que, a veces, no termino de enterarme bien de qué narices pasa y, desde mi desinformación, provoco sin querer más y más testimonios mudos de diques distanciadores. El resultado suele ser que, cuando me caigo del guindo, me siento ridícula y tonta, muy tonta.
Por eso pido que, por favor, conmigo utilicen las palabras. Muchas gracias.