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14 de marzo de 2012

Mario Gas y los signos de puntuación



Aprendí a escribir muy temprano. Ciertos pedagogos dirían que demasiado temprano. Como en mi familia nunca los hubo (los pedagogos titulados), me educaron por libre. En lo que a letras se refiere, el responsable de que con dos años y medio me entretuviera rellenando cuartillas con palabritas y frases cortas fue mi abuelo Miguel, que jamás escatimó tiempo y tesón en acercar a su nieta a la cultura y la ciencia (hola, yayo; sabes que pienso en ti a menudo).
Ya en el colegio, recuerdo los ratos que dedicábamos a hacer dictados y cómo mi mentalidad infantil se aliaba con unos signos de puntuación más que con otros. Por ejemplo, los dos puntos me recordaban a un gato que me arañó, así que me caían mal. Pero el punto y coma era como trazar una pincelada de tinta china y me parecía simpático. Ahora bien, mi favorito era el punto final. A medida que la profesora avanzaba en el dictado, yo notaba la intensidad dramática de lo que se nos estaba contando y preveía que llegaba ese rasgo redondo que rubricaba todo el texto. El lápiz temblaba de emoción y se preparaba para dibujarlo distinto a los otros puntos que jalonaban los párrafos anteriores. Un punto final es como una fanfarria, una guirnalda, el barquillo del helado.
El domingo pasado asistí a la representación de “Follies” en el Teatro Español. Me llevé una agradable sorpresa cuando vi aparecer en el escenario a su director, Mario Gas, que esa tarde interpretaba un personaje de la obra, Dimitri Weissmann. Adoro a Gas. Como normalmente es otro actor quien representa al señor Weissmann, presentí que aquella aparición no era casual, máxime cuando ya se sabía que la nueva corporación consistorial iba a prescindir de él al frente del buque insignia de los teatros municipales. Efectivamente, Weissmann-Gas daba carpetazo a una etapa de candilejas esplendorosas; sus diálogos lo remachaban y los espectadores aplaudíamos no exentos de complicidad.
Mi lápiz, esta vez imaginario, volvió a emocionarse atisbando el punto y final a la que, para mí, ha sido la mejor etapa del Teatro Español. Una programación interesante, arriesgada a veces; unos montajes sin carcoma ni olor a naftalina; un compromiso con la cultura de veras y, lo que no es menos importante, la demostración de que el teatro público no tiene por qué ser cutre, populachero  o vacío.
El punto final de Mario Gas es rotundo, elegante y de precisa grafía. Traza una línea clara sobre lo que, como ciudadana, pido a los políticos y gestores: no jueguen con la cultura.

NOTA: Y mi lápiz iba apuntando las palabras que me decía mi abuelo: “escribe claro, Pinoccio”.

26 de julio de 2011

Amy y José




Se atribuye a James Dean la frase “vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver”. Jamás estuve de acuerdo con su sentencia, ni tan siquiera cuando, por edad, veinticuatro horas me parecían un periodo de tiempo demasiado largo y vivir era sinónimo de calzarse las botas de siete leguas y pretender llegar muy lejos.
Para las cosas del morir, siempre he preferido ir despacio o, si se prefiere, disfruto tanto viviendo que me he cuidado mucho de exponer mi cuerpo y mi mente a conductas arriesgadas. No me refiero solamente a las drogas (e incluyo el alcohol en este apartado), sino a cualquier actividad temeraria que ponga en riesgo lo más preciado que cada uno tiene: su propia existencia. Y dentro de este cajón englobo a las personas que alimentan la imprudencia, bien sacando partido de ello, o bien asistiendo como meros espectadores.
Me pregunto estos días qué empujó a algunos a colgar en la red el vídeo del último concierto de Amy Winehouse, es decir, el que ofreció en Belgrado el pasado mes de junio. No lo he visto porque no he querido, pero ha sido tan comentado por todo tipo de prensa, que me hago una idea del declive que lució aquel día la cantante ante miles de fans.
También me pregunto si, asistiendo a determinados espectáculos, lo que la gente busca en realidad es toparse con la degradación de quien actúa, con su muerte en directo, con ese cadáver “bonito” que, encima, es mentira, pues la juventud, cuando muere en determinadas circunstancias, lleva muchos años marchitándose.
Y una última pregunta: quienes pagan dos y tres mil euros por una entrada para ver torear a José Tomás, ¿acaso no están apostando a la ruleta rusa del diestro? Su cogida de estos días también está siendo muy cliqueada en Internet y me han dicho que el caché del matador ha subido más todavía.
Hagan juego, suene la caja registradora y disfruten, que estamos locos.

24 de junio de 2011

Pecados capitales: la soberbia y sus parientes

 
Quisiera ser tan alta como la luna, ¡ay, ay!
(Canción popular española)

Desear quedar siempre por encima de todo y de todos, aparte de inútil, debe de dañar profundamente el ánimo. En este sentido, supongo que la persona soberbia verá frustrada sus aspiraciones en muchísimas ocasiones, porque, no nos engañemos, la mayoría de las cosas van a su aire y cuantos nos rodean son libres para pensar y actuar como quieran (o puedan). Nadie es superior a nadie.
El soberbio suele jactarse de ser inconformista y rebelde pero, cuando el destino le da una vara de mando (aunque sea la muy común de criar a sus hijos), se muestra rígido e imperativo, con no pocas dosis de intolerancia. Así pues, no le faltan ocasiones para andar malhumorado y estallar en cólera por la cuestión más nimia, aun a costa de hacer el ridículo.
Son, en fin, tiranos y tiranillos. Algunos protagonizan los acontecimientos y páginas más execrables de la Historia, a otros les basta con ser responsables del profundo malestar de sus empleados, familiares, compañeros o amores. En cualquier caso, todos son la pesadilla de alguien.








18 de mayo de 2011

Pecados capitales: Lujuria, gula y algo más



Cuando era niña, asociaba lujuria a lujo, sin duda por la similitud fonética de ambas palabras. Además, en mi mentalidad infantil todo cuadraba, pues qué peor cosa para los cristianos que arrojarse a los pies (o patas) del becerro de oro, vender el alma por la opulencia y pensar que todo está al alcance de la chequera. Era lógico, por tanto, que el ansia sin medida de pompa y oropel se castigara y se elevara a la categoría de pecado capital.
Pasó el tiempo y, aunque pude desligar los conceptos que encierran tales vocablos, reconozco que he seguido percibiendo obscenidad en ciertas exhibiciones relumbronas. Si la lujuria trae de la mano la impudicia, la sordidez y la indecencia, impúdico, sórdido e indecente es también que el director gerente del Fondo Monetario Internacional, Strauss-Kahn, se aloje en habitaciones de hotel que cuestan tres mil dólares la noche, cuando desde el organismo que representa llevan varios años recomendando recortes del gasto público, rebaja de salarios, amortización de empleo y mano dura con los países derrochadores. Nuevamente la vida, que es tan obstinada, me ha servido lujuria y lujo en el mismo envoltorio
La prensa habla de las andanzas libidinosas de este hombre, del presunto delito por el que fue detenido hace unos días, de su amor al boato y la ostentación..., pero casi nadie se cuestiona el hecho de que individuos así ocupen cargos como el suyo.
El próximo domingo, en España, habrá elecciones municipales y autonómicas. Circulan por ahí los nombres de más de cien candidatos con causas judiciales pendientes. Son de casi todos los partidos que cuentan con representación en las diversas administraciones del Estado. Dejando a salvo la presunción de inocencia, de la que siempre he sido una firme y tenaz defensora, lo que sí está claro es lo poco que importa, para medrar en política, que los otrora llamados próceres hagan caso omiso de lo que exigen al resto de la ciudadanía.
La ambición de darse todos los caprichos pasa por codiciar cuerpos, trajes, mansiones, drogas, amistades y un sinfín de cosas más, por saciar un hambre que les nubla la conciencia hasta el punto de no importarles más que ellos mismos. Se ven tan poderosos que no se imaginan reventando como lo haría un vulgar neumático al pasar por una calzada llena de cristales. Como el niño glotón que trata de esconder las migas de un bizcocho que se acaba de zampar, así aparecen estos personajes ante nuestras narices.
Efectivamente, es lujo-lujuria, pero también gula. ¿Vamos a dejarnos comer?


4 de marzo de 2011

A media luz


Quienes hayan brujuleado alguna vez por mi perfil en la red habrán visto que, entre mis preferencias librescas, enumero en primer lugar “El elogio de la Sombra”, de Junichiro Tanizaki. Nos cuenta este autor que, para el gusto estético japonés más ancestral o tradicional, las sombras son lo importante. Captar su misterio y desentrañar sus entresijos forman parte del ideal de belleza en sentido amplio, es decir, el que abarca a seres, lugares, objetos y conceptos.
Para que pueda surgir esa sombra, debemos estar en penumbra, es decir, asentados en esa tenue línea suspendida entre la luz y la oscuridad. Todo un ejercicio de equilibrio, si bien se mira.
No basta lo que vemos, sino lo que entrevemos, sospechamos o imaginamos. Así, envuelta en penumbras, una moneda que se desliza puede volverse un ratón huidizo e incluso podremos confundir el sonido del frigorífico con alguien que hurga en la puerta, en nuestra puerta. Supongo que percibir unas cosas u otras dependerá mucho de nuestros anhelos, emociones o sentimientos más íntimos, así como de la experiencia, pues a mí me resultaría muy difícil proyectar en las sombras todo aquello que desconozco.
Lo que me atrae de todo esto es que cualquier crepúsculo puede convertir la realidad en algo onírico y, por ende, sacar a flote un mundo donde las cosas sucedan porque sí, sin necesidad de buscar razones.
El pasado domingo asistí a la representación de “Penumbra”, de la compañía teatral Animalario. Miré y observé casi sin pestañear, analicé cada palabra de los diálogos, al final aplaudí y más tarde reflexioné, desmenucé y volví a reflexionar... casi igual a como me ocurre cuando despierto de un sueño.

20 de febrero de 2011

Lo cursi


En 1864, Francisco Silvela publicó un opúsculo sobre la cursilería.  Merece la pena leerlo, pues lejos de adoctrinar, va lanzando sus dardos con tal elegancia, maestría y humor que nadie puede sentirse molesto por lo que allí escribe.  Al comienzo de sus páginas , nos apercibe de que todo el mundo aprecia como insulto si se le califica de cursi, cosa que no ocurre con otros epítetos más groseros o con acusaciones más graves. Se diría, por tanto, que ninguno lo queremos ser. ¿Por qué?, es un misterio.
Bien mirado, la cursilería depende mucho de la propia sensibilidad; yo misma pareceré cursi a algunos. No es cuestión de lazos ni rizos, sino de afectación. Por eso, para mí lo cursi tiene que ver con lo que se imita sin sentido, lo que se hace sin saber, lo que se dice por repetición.  Tampoco tiene que ver con el mal o buen gusto de nadie, pues hay cursis muy correctos y elegantes.
Lo cursi es mediocre, porque, a fuerza de simular y copiar lo que nos deslumbra de fuera, ahogamos nuestra capacidad de ser auténticos.

NOTA: El libro al que me he referido se titula “La Filocalia o Arte de distinguir a los cursis de los que no lo son”. 

4 de febrero de 2011

Aislados



Cada vez hay más personas que caminan, corren, se trasladan en autobús, trabajan o miran el infinito con unos auriculares puestos. En ocasiones escucho los sonidos que acceden a través de sus orejas y van a depositarse en sus cerebros. Y pienso que, si yo lo oigo, las paredes de su cráneo deben retumbar como una discoteca. ¿Verán también luces destellantes?.
Se cruzan dos chicos al final de la adolescencia. Diríamos que se conocen, pero ninguno tira del cable para desprenderse del prematuro audífono. Se saludan con un movimiento de cabeza y cada cual sigue su camino.

24 de noviembre de 2010

El gran ojo

Siempre he sido aficionada a la ciencia-ficción. Además, crecí en una época en que el género gozaba de buena salud y frecuentemente se reeditaban relatos y novelas o se estrenaban películas ambientadas en el futuro.
Muchas de esas obras tenían puntos comunes entre sí, aunque sus autores trataran de aportar alguna nota original. Uno de esos lugares frecuentes era ese ser que todo lo ve, que vigila, acompaña y registra en su cerebro electrónico la vida de las personas. A veces, ese pope de la seguridad avisaba de peligros, advertía de ciertas normas o simplemente hacía cualquier gesto para que los humanos (sobre todo los humanos, por delante de androides o robots) recordaran que nada se escapa al gran ojo.
A estas alturas de blog, casi todo el mundo sabe que viajo en metro habitualmente y, miren por dónde, qué alegría me llevé al comprobar (con permiso de Santiago Auserón) que “el futuro ya está aquí”. Les cuento:
Miércoles 17 de noviembre, sobre las 22 horas. Estación de Cuatro Caminos. Cinco o seis personas por andén, esperando un convoy anunciado para dentro de seis minutos. De repente escuchamos no una voz, sino la voz: ‘No se pongan tan pegados al borde’, dijo de manera asertiva y correcta. Automáticamente, dos jóvenes de unos diecinueve o veinte años pegan un saltito al unísono hacia atrás, dándose por aludidos.
Lunes 22 de noviembre, sobre las 8,45 horas. Estación de Príncipe Pío. Los vagones a rebosar y, aun así, la gente intenta colarse por algún centímetro libre. Otras vez la voz. No era la misma, pero estaba claro que desempeñaba idéntico cometido: ‘El tren tiene cuarenta y dos puertas. No utilicen todos la misma’.
Bien usado, ese ojazo omnipresente puede ayudar en ocasiones. Lo malo es que, como se le cruce a alguien un cable (de su cerebro no-electrónico) y empiece a advertirnos de que el peligro puede morar en la casa de enfrente, o que nos quedan veintisiete minutos para llegar al colegio electoral (a votar, se entiende), o que somos unos descuidados por besar a un bebé sin mascarilla, no le arriendo a nadie las ganancias, pues el final de la historia ya me lo sé y me da miedo. Ahora que hemos matado a Dios, resucitamos fantasmas.

15 de noviembre de 2010

Episodios sicilianos (VI): Con la pancarta a cuestas


Siracusa y Madrid se parecen en algo: sus respectivos cuerpos de bomberos protestan contra sus patronos (es decir, los ayuntamientos de cada villa) y, para hacer visibles sus reivindicaciones, han pintado los camiones con diversos letreros. Allá por donde pasan, la gente no solo se aparta al escuchar las sirenas, sino que también se entera de que son colectivos en lucha.
Me imagino a otros grupos haciendo lo mismo: el profesorado escribiendo sus reclamaciones en la pizarra, en vez de fórmulas y declinaciones; los empleados de correos adhiriendo pegatinas con eslóganes incendiarios en las cartas y paquetes que pasaran por sus manos; los jueces con dorsales encima de sus togas pidiendo más medios materiales y humanos; las empleadas de hogar dibujarían sus demandas en los paños y gamuzas, que obviamente tenderían a la vista de todos... Y yo, a modo de peineta, me colocaré un cartel pidiendo su dimisión.

14 de noviembre de 2010

¿Pero sabe leer?


Acaban de salir al mercado las memorias de Bush, sí el que buscó hasta la saciedad esas armas de destrucción masiva que jamás halló. Reconozco que solo he leído las reseñas y resúmenes que hace la prensa, pues no me veo visitando Amazon con la finalidad de hacer un pedido así. ¡Y miren que he comprado a veces cosas inútiles!.
El caso es que los párrafos entresacados por los comentaristas no tienen desperdicio (y les prometo que he le leído periódicos de varios signos ideológicos, si se me permite esta licencia, pues cada vez aprecio menos matices distintivos entre unos y otros). Todos destacan esa naturalidad que entronca con su querencia por poner pies y zapatos encima de las mesas y, al respecto, quien otrora gobernó el mundo dice: “No importa qué imagen tenga la gente de mí. Ya no importa. Y francamente tampoco me importó entonces”. Al leer esto me lo imaginé con el pecho descubierto, encima de una carroza festejando el Día del Orgullo y cantando a voz en grito la canción que escribieron Nacho Canut y Carlos Berlanga cuando se denominaban “Alaska y Dinarama”. Lo siento, una también sufre visiones de cuando en cuando; debe de ser el estrés...
Ahora bien, lo que más me ha asombrado es que George W. Bush se define a sí mismo como un bibliófilo. Apasionado de la lectura, afirma que durante su mandato no paró de ejercitar la vista con páginas y páginas de libros, hasta el punto de haber jugado con uno de sus asesores a eso de “a ver quién lee más”. Le ganó el otro (110 volúmenes contra 95), pero él ostenta los laureles de ser quizá el humano que más biografías de Lincoln se ha tragado: catorce en total. Aunque lo malo de esto es que se ha identificado con don Abraham, hasta el punto de decir “él también fue vilipendiado por la gente, pero se mantuvo firme a sus principios” .  
Ahora díganme ustedes qué tiene en común un presidente que abolió la esclavitud, trató de evitar por todos los medios la Guerra de Secesión y, al término de esta, promulgó medidas de reconciliación nacional vigentes hasta ahora, con ese otro que ordenó invadir países y en cuyo nombre se bombardearon indiscriminadamente miles de kilómetros cuadrados habitados por hombres, mujeres y niños ajenos a esa locura. Díganme, por favor, si se parecen en algo quien ha pasado a la Historia como baluarte de la unidad y de la dignificación de los hombres, pagando con su vida por ello, con quien ideó “limbos jurídicos” como la prisión de Guantánamo y dio manga ancha a sus militares para emplear la tortura en sus interrogatorios.
Creo que está claro y, salvo que alguien opine otra cosa, Bush Jr. no sabe leer.

20 de octubre de 2010

¿Por qué?


Vengo observando, a tenor de la prensa, que muchas personas, tras su paso por hospitales y tratamientos psiquiátricos, acaban suicidándose o atacando a quienes conviven con ellas. ¿Acaso no sirven las terapias utilizadas? ¿Será que sus dolencias no tienen cura? Siempre me he resistido a ser pesimista y prefiero pensar que algún día la medicina dará en el centro de la diana también con los enfermos psíquicos. Ahora bien, ¿cuándo será eso?
Tengo una amiga que toma un cóctel de fármacos diarios para contener su extravío. Lleva  así desde los veintitrés años y ya es una mujer adulta. Me parece mucho tiempo para que su vida se reduzca a contar píldoras y caminar al paso que éstas le permiten. Ni ella ni los que sufren como ella han merecido tan bárbaro destino.

NOTA: Rebuscando entre papeles, he dado con un relato que escribí hace veinte años, más o menos. Empezaba  como transcribo a continuación:

“Laura se despertó con un ruido, como un pequeño golpe que lejanamente le avisara de algún evento. Tras dar la luz, tardó unos instantes en poder vislumbrar con claridad lo que había ante ella, ya que la miopía, unida al súbito despertar, desajustaba sus ojos y hacía que las imágenes aparecieran envueltas en un papel de celofán algo manoseado. A decir la verdad, cuando se incorporó y dirigió la vista al frente, no vio ninguna sangre ni fue consciente de lo que pasaba, pero una vez más su intuición le susurró que aquella Maite que ahora se presentaba en el dormitorio luciendo una hierática imagen, extraña y pálida como nunca la había visto antes y que no emitía sonido alguno, acababa de representar la función más importante de su vida, el acto por el que  -injustamente- sería recordada durante los años venideros.
Cuando al cabo de las horas y ya fuera de peligro, en la sala de urgencias de un hospital cercano a su domicilio, pudo empezar a analizar los acontecimientos, se preguntó una y otra vez de dónde demonios salió la cuchilla, porque en la casa de esas dos mujeres se usaban otros métodos para depilarse. Además, no vivía con ellas ningún hombre y, por otra parte, Maite estaba mucho mejor, según los médicos que una semana antes le habían dado de alta tras su breve paso por un sanatorio psiquiátrico, a causa de una crisis depresiva que le dio el tres de abril. Según los facultativos, ni había una causa objetiva ni un peligro real de suicidio y, sin embargo, aquella noche algo le alertó los sentidos, alterando así las previsiones médicas”.