Hay días que, al asomarte a la ventana, además de las nubes que
vaticinan lluvias, la soledad del anciano que maquinalmente recoge su alcoba y
los colores del televisor de algún vecino, percibes que un hombre fisga los
contenedores de basura. Con medio cuerpo dentro, revuelve las bolsas, abre
algunas, rebusca entre sus desperdicios y las vuelve a dejar donde estaban. Así
hasta cuatro contenedores distintos.
Hoy no ha habido suerte; nada que aprovechar. Nadie ha tirado yogures a
medio comer, ni peras pochas, ni el trozo de filete que desecha el niño
melindres.
Al cuarto de hora aparecen dos jóvenes. Idéntico ejercicio. Parece que
les acomoda un cubo viejo de fregona y desaparecen con su tesoro calle arriba.
Lo que hasta ahora solo había visto de noche, pasando por algún centro
comercial recién cerrado, o en reportajes de la prensa, resulta que ya lo tengo
debajo de mi ventana.
Mientras la congoja se me expande por dentro, maldigo esa publicidad de
Contrarreforma que pretende hacer creer por ahí fuera lo felices que son los
españoles cuando les quitan la esperanza de mejorar. Denigro a los corifeos que
se echan las manos a la cabeza cuando las personas decentes imprecan a los
políticos y a los que la emprenden a palos con los soñadores.
Lo que a mí me asombra es que nadie en las Cortes pida la dimisión de
quien preside el banco azul.