Las
cifras esconden siempre la verdadera dimensión de las cosas. Cuando algo cuesta
mucho dinero, optamos por decir que vale “un ojo de la cara” o “un Potosí”, en
lugar (o además) de especificar los euros o dólares que alcanza esa transacción. El interlocutor, a
través de un número, se imagina un poco lo que quiere, en esa espiral
imaginaria que es el pensamiento abstracto. Si alguien dice que tiene cincuenta
años, no es lo mismo que afirmar que casi con toda seguridad ha agotado la
mitad de su vida.
Cuando los nazis optaron por tatuar en el antebrazo de sus prisioneros una secuencia
numérica, en realidad estaban velando los ojos y la identidad de esas personas.
Las arrumbaban a un estrato inferior, con el fin de procurarles la muerte cívica.
Hay
seis millones de parados en mi país. Es una cantidad oficial que repiten en
radios y televisiones, la refrendan los políticos, la remachan los
sindicalistas y la coreamos todos. Parece una malévola oración que, a fuerza de
decirla y decirla, pierde su eficacia. ¿Qué son seis millones? El precio de un
piso cuando contaban en duros, lo que piden hoy por algún automóvil o alguna
de las fianzas que imponen estos días los jueces, en casos de corrupción. Seis
millones de personas dan para duplicar la población metropolitana de Roma o
París. Supera la cuarta parte de los habitantes totales de España.
Cada
cien españoles, veintisiete carecen de empleo. Se dice pronto.