A
pesar de que no he conocido ninguna, o tal vez por eso mismo, crecí con
historias de la guerra y la posguerra. Y digo “la” porque es la que ha marcado
a varias generaciones de españoles y, de alguna manera, todos somos hijos de tamaño
dislate, aunque afortunadamente naciéramos muchos años después.
Aquellos
relatos, me los contara quien me los contara, siempre eran tristes, porque, en
el fondo, todos sentían que habían perdido la inocencia y el candor de quien
confía en sus semejantes. Yo me imaginaba la guerra como el hacha que cercena
los pies a un corredor y pronto me di cuenta de que es mejor no cruzarte con ese
jinete apocalíptico, que siembra la geografía de hambre y muerte, marchita las
ilusiones, impone las reglas del juego y provoca la injusticia que más duele,
que no es otra que la de las cosas cotidianas.
Cuando
estrenaron la película “Canciones para después de una guerra”, de Basilio
Martín Patino, mi padre era joven. Él fue un niño de la posguerra, de la
escasez que inundaba las calles de Madrid, a la que no podía sustraerse, porque
tenía ojos en la cara y, a pesar de que no le faltó lo indispensable (y algo
más) en esa España del racionamiento y el estraperlo, creció sabiendo que también
era víctima de la sinrazón, de la brutalidad y de la tropelía que ni él ni sus
compañeros de clase ni sus amigos de juegos habían provocado.
Al
terminar el filme y encenderse las luces de la sala, observé que mi padre tenía
los ojos enrojecidos y la congoja a la altura del cuello. Haciéndose el fuerte
ante sus hijos adolescentes, nos incitó a que habláramos nosotros. Si algo
recuerdo de nuestra conversación mientras nos llevaba a la casa de mi madre, fue
la idea de que unos pocos montan el guirigay y todos los demás sufren las
consecuencias.
Estos
años de crisis están sumiendo a la población en una posguerra teñida de sepia.
No ha habido guerra previa con tanques ni bombardeos aéreos, porque ahora todo
es más sofisticado y sutil. En esta España que parecía desarrollada y moderna,
son muchas las familias que viven de la pensión de los abuelos, también se
suicidan personas abrumadas por las deudas, hay niños que van al colegio
malcomidos, gente que pierde su casa, ancianos que no pueden comprar las
medicinas, cierran empresas, surgen esclavos, se llenan a diario los comedores
sociales y desde arriba dicen que “entre todos” debemos seguir haciendo
esfuerzos para levantar el país y salir de este bache.
Como
siempre, quien no ha provocado el caos ni está contribuyendo a aumentarlo, se
ve obligado a subir al ring para pelear con los frutos que han dado políticas
ineficaces llevadas a cabo por gente inútil aupada y respaldada por tahúres y
vividores. Y yo ahora me pregunto quién, dentro de cuarenta años, pondrá música
a la película que entre todos estamos rodando.
Benedicto
XVI, en su última aparición pública hace dos días, ha dicho que “las aguas
bajaban agitadas y Dios parecía dormido”. Si cualquier dios, no solo el
católico, encarna la esperanza y la fuerza, tal vez lo tengan secuestrado,
narcotizado y amordazado.