Soy usuaria del metro y, además, se diría que me tocan todas las horas punta del día. Sí, sí, ya sé que, en teoría, horas punta son dos o tres, pero como todo es relativo en la vida, yo debo de hacer las mías y las de ustedes. El caso es que no recuerdo cuándo salí sin arrugas (en la ropa) de un vagón, sin engancharme el pendiente en el bolso de una adolescente o sin escuchar la música machacona y ratonera de siete u ocho viajeros que, para más inri, llevan el ritmo con cabeza y pies, moviéndolos en los pocos milímetros que distan de los nuestros.
De todas formas, los hay que lo pasan peor, pues, al fin y al cabo, yo ya estoy acostumbrada. Así, esta mañana, observé en el andén de Nuevos Ministerios cómo arrastraban maletas y bolsos al menos media docena de turistas. Supuse que iban o venían del aeropuerto y que, optimistas ellos, pensaron que, como el metro de Madrid vuela, ¡hala, al túnel de la risa... ¡
La mía se me congeló cuando observé que les era imposible entrar en los vagones, por más que empujaran. Ninguno era capaz de hacerse hueco. Si metían las ruedas del equipaje, dos de ellos se quedaban fuera, si entraban todos, sus bultos no.... Y así durante casi diez minutos, es decir, todo el tiempo que nos ha tenido parados el ilustre maquinista, sin explicación alguna, y a pesar de que hoy no es día de huelga... oficial.
La gente resoplaba y miraba el reloj. Yo pensé que ya estamos en julio, que es época viajera, y recordé un título de película: “El extraño viaje”.
PD: Aunque hay días señalados de huelga y con independencia de que se respeten o no los servicios mínimos, quienes cogemos el metro estamos habituados a parones intempestivos, demoras en la marcha, retraso en cerrar las puertas y un sinfín de monerías más que nos dedican, con muchisima solidaridad, a quienes nos damos calor humano en las horas punta.